Biológicamente, a través de la historia humana, la cultura nos ha hecho evolucionar dentro de «peceras perceptivas«.

Esas «peceras perceptivas» definen cómo se percibe cada cultura a si misma.

Cada cultura se cree con la razón, que agrupa su conjunto de ideas, para justificar su sistema de creencias y percepción de la realidad. Pero la «cultura» bajo una perspectiva antropológica no es ese territorio prístino lleno de creatividad que al lenguaje político le gusta utilizar. De la cultura nacen y se crean choques de idelogias y de creencias, en ocasiones de alta intensidad.

 

Existen fenómenos universales perceptivos, como las matemáticas, la geometría, la música u otras ciencias, firma de un verdadero cosmopolitismo, pero el sesgo perceptivo de lo cultural, evita, por chovinismo interpretativo, tomarlos en cuenta como identidad común a otros sistemas culturales. 

 

Cuando surge un conflicto las culturas se vuelven fanáticas en si mismas, y consideran que su sistema de realidad es de alguna forma «mejor» y «más legítimo» para relacionarse con lo real. La «cultura» es una entidad generadora de ideas, buenas y no tan buenas, que puede llegar a coaccionar el comportamiento libre de los individuos que las integran. No se habla aquí del término de «cultura» como producción de «bienes culturales» sino de «culturas humanas». Hay operativos dentro de la cultura que funcionan para la percepción como las «muelas del juicio», tienen que terminar cayéndose, puesto que no son útiles al organismo. Sin embargo, la «cultura» como memoria cualitativa de un grupo humano dado es digno que se viva de una forma que aporte identidad al conjunto de la expresión humana. Aun así hay que considerar una serie de espejismos dentro de la lente convexa de la cultura.

Como un pez que se cría dentro de una pecera perceptiva, es complicado, dado su propio ambiente, que uno no sea alienado por las creencias promovidas por el sistema ambiente de conjunto de símbolos significativos que operan en dicha «pecera».

Se podría entender que la «pecera cultural» es como una «inercia perceptiva» producida por el operativo rutinario y el uso simbólico que cada dia se pone en funcionamiento.

En una sociedad abierta entendemos que cada cual ha de poder gestionar la creación de su sistema perceptivo de lo real, mientras no tenga voluntad de imponerse violentamente a los demás.

El filósofo es ese caso extraño, que no es antropólogo, ni sociologo, ni psicólogo, y sin embargo se relaciona con un corpus epistémico que trata de mirar y entender el «motor» de la realidad. A veces en ese ejercicio se separa de las cuestiones sociales, en otras ocasiones sin embargo es raudo en abordarlas.

Eso no quiere decir que como agente que construye conocimiento no use los instrumentos que las ciencias sociales le ofrecen para articular reflexiones que traten de servir a una «antropología de la emergencia» ante un mundo que tiene visos de sufrir un segundo diluvio universal, pero en este caso no de «agua torrencial» sino de «conflicto multi-cultural torrencial» debido a una exaltación de la cultura identificada con los idealismos de los nacionalismos que se aferran a una memoria histórica como una realidad adulterada de Ser para justificar más que cuestionables acciones.

Necesitamos un Arca de Noe, pero ese «Arca» ha de estar hecha de puro pensamiento, de una especie de autoconsciencia que pueda mantener la lucidez en mitad de la tormenta. Ha llegado el momento de saltar de las «peceras perceptivas» porque estas pudieran llegar a chocar entre sí. El mar es la  metáfora de la «pecera total» , el retorno a la realidad no fragmentada. En ese camino, sin embargo, se produce un desafio claro e inquietante. «Llegar al mar» y «salir de la percera cultural» es algo que el proyecto de lo cosmopolíta ha pretendido posibilitar en la modernidad, aunque es muy dificil que eso pueda producirse sin la guía de una filosofía que indique los arquetipos de conocimiento hacia lo universal que ya estuvieron activos en otros momentos del pasado. A veces el aparente cosmopolitismo de ciertas sociedades sigue manteniendo por inercia un chovinismo cultural de ciertos grupos dentro de su sociedad.

Se necesita, mas que nunca, tomar en cuenta los arquetipos de expresión de búsqueda de conocimiento que unen a las culturas humanas, no que las separan. Estos arquetipos son universales cuando son expresados por geometría, matemática, música, arte, medicina… La construcción de conocimiento humano es coral y ha sido transfronterizo a lo largo de la historia humana. 

La «inercia perceptiva» de cada cultura en un tiempo de conflicto, hace que con cierta facilidad las peceras acaben «chocando entre sí» y haciendo que los peces, es decir, todos nosotros, pudieramos llegar a acabar sin oxigeno, en la playa de forma moribunda. Una metáfora que intenta indicar que es necesario salir de las peceras para ir hacia el mar, recuerdo de la no fragmentación cultural y la integración con el Ser.  Saltar de una pecera para acabar en otra no parece muy inspirador, aunque en muchos casos ocurre precisamente eso mismo, creyendonos más libres en la ilusión de la novedad.

Tendemos a pensar en términos de inocentes y culpables, pero esa dualidad que trata de ponerse en un término maniqueo que culpabiliza siempre al otro, no ayudará de forma práctica para superar la realidad perceptiva fragmentada de cada pecera cultural.

Si acaso el sistema multicultural que habitamos entra en un desfase de convivencia, el propio puede desintegrarse y colapsar de forma fatal. Un exceso de control sobre estos sistemas tampoco va a ayudar, dado que el exceso de control también vuelve a las sociedades rígidas y carentes de autoanálisis. El entendimiento para observar qué es lo que provoca que unas «peceras culturales» choquen con otras es primordial, y en este sentido una visión que recuerde que nuestra «pecera» no es absoluta es necesario para abrir la posibilidad al entendimiento coral y una verdadera convivencia  cosmopolíta.